25 dic 2017

40 Navidades

Navidad '17 de Javier Avi

Me levanté y fui directa a la máquina de café.
―¿Ni un beso me vas a dar?
Joan se fumaba su primer cigarro del día asomado a la ventana de la cocina.
―¿No ibas a dejar de fumar? ―pregunté sirviéndome el café.
―Sí, es mi propósito para este 2018. ¿Cuál va a ser el tuyo?
―Morirme de un cáncer terminal.
Joan se rio y luego esperó a que me sentara en la mesa, y bebiera un par de sorbos para comunicármelo.
―No quiero chafarte esta maravillosa mañana de sábado pero tengo que decirte que mañana es Nochebuena ―lo miré como si me estuvieran haciendo una colonoscopia sin avisar―. No te pongas nerviosa, ¿vale?, pero ―abrió la nevera y con la cabeza dentro siguió―: como no quieras cenar una cuajada, dos tranchetes, salchichas, pavo de color sospechoso y kétchup, me temo que tendremos que ir hoy al súper.
Había tres cosas que odiaba comprar: comida, ropa y lotería.
―¿Y qué se supone que vamos a cenar? ―pregunté esta vez llevándome la taza a la frente en un vano intento de entender mejor así la situación, la situación general de mi vida, quiero decir.
―Había pensado, por hacer algo diferente, preparar una patita de cordero al horno.
―Pues va a ser que no… ―contesté mirando al horno con cierta vergüenza.
Joan abrió el horno y encontró lo menos un centenar de cajas de pizzas. Vale, un centenar no, pero aquello no estaba como para cocinar nada allí dentro.
―¡Jo, nena! ¿Cuántas veces te he dicho que esto es un horno no un contenedor?
Había tres cosas que odiaba hacer en casa: bajar la basura, recoger la ropa del tenderete y limpiar el retrete.
―Bueno, pues cordero descartado ―dije intentando desviar el tema de mis pésimas dotes como ama de casa.
―Claro, descartado… ¿Y unos canapés? Compramos un poquito de esto, de aquello y ya.
―Perfecto.
Perfecto iba a ser la segunda opción, dijera lo que dijera porque tenía claro que no me iba a pasar mi mañana de sábado discurriendo un menú.
En poco más de 35 minutos nos habíamos preparado y ya estábamos saliendo de casa con la lista de la compra en el bolsillo del pantalón de Joan.
―Pero antes un café, ¿no? ―dije nada más pisar la calle.
―Vale, pero rapidito.
Bueno, a ver, quien dice rapidito, dice hablemos un poco de la semana, de lo mucho que me gusta que te dejes la barba tan larga, de tomemos un caldo ahora que parece que hoy sí que hace frío, de qué majos son los camareros aquí que siempre nos sacan algo de picar, de oye pedimos otra cosa no vaya a ser que se nos haga tarde y pasemos hambre y no hay nada peor que ir a un súper con hambre, de paga tú que voy al baño, de ahora voy yo y espera tú, de pasemos un ratito por la tienda de vinilos que quiero ver si han traído lo último de Mr. BIG, de no lo han traído pero mira estos qué guapos de Blackberry Smoke, de si vas a seguir mirando discos me paso un momentín por la librería de segunda mano a echar un ojo, de vale pero rapidito.
Y quien dice rapidito, dice que a las 16:55 estábamos cogiendo un carrito a la entrada del súper.
Joan sacó la lista de su bolsillo del pantalón y comenzó a cantarla:
―Mayonesa, aceitunas, surimi, gambas congeladas, untables de paté y quesos, anchoas, salmón, panecillos…
―¡Mayonesa aquí! ¡Aquí, Joan, aquí la mayonesa! ¡Mayonesa!
Sí, esa histérica era yo, pero debo explicar que desde siempre me ha unido a la mayonesa un amor pasional tan irracional como sincero.
―Vale, pues tachamos mayonesa, y coge ese bote.
―No, este, Joan, el bote grande, el más grande que es Navidad ―Joan conocía mi idilio con la salsa así que prefirió no hacer ningún comentario.
―¡En dos minutos cerramos, señores! ¡Cerramos el establecimiento en dos minutos! ―Gritaba un corpulento hombre vestido de personal de seguridad―. ¡Diríjanse a las cajas, por favor! ¡Cerramos en dos minutos! ¡Abrimos mañana por la mañana!
Joan y yo nos miramos.
―¿Qué hacemos? ―preguntó.
―No sé.
―¿Volvemos mañana?
¿¿¿Mañana??? ¿¿¿Otra vez metida en un supermercado???
―No, no, creo, cariño, que nos da tiempo, ¡dividámonos la lista!
―¿Sí?
―¡Somos un equipo! ―Ahí, buena dosis de manipulación.
―Vale, ¡hagámoslo!, ¡dividamos la lista!, ¡equipo!
Y los dos salimos disparados. Uno para cada lado del supermercado. Qué decir que ninguno de los dos tenía ni idea de qué parte de la lista tenía que comprar.
Al juntarnos en la caja supe que aquello había sido un desastre, así que le dije que no se preocupara, que pagara, que yo me encargaba de meterlo todo en las bolsas.
Al llegar a casa se empeñó en hacer recuento.
―¿Recuento de qué? ―pregunté nerviosa.
―Venga, empecemos ―colocó las dos bolsas en la encimera y empezó a sacar uno por uno los productos―. ¡Mayonesa extra grande para mi niña! ―Y aplaudí como una idiota―. ¿Tampax? ―Volví a aplaudir, había que desviar el objetivo―. Compresas de noche… ―otro aplauso aunque con menos entusiasmo por la cara que se le estaba poniendo―. ¿Salva slips?, esto es una broma, ¿no, nena?
―¡Lo necesito!
―¡Sí, pero no para cenar!
―Los tíos sois unos egoístas…
―¿Egoísta? Pero… pero… pero… ¡Nena, que tenemos mayonesa, aceitunas, surimi y pan Bimbo! ¡Y menos mal porque lo he comprado yo!
Con los gritos, entró en la cocina nuestro gato Tomás con su parsimonia habitual y relamiéndose de que aquella bronca no la había provocado alguna de sus trastadas. Se sentó en el suelo y nos observó desde abajo.
―Joan, creo que no es para tanto, además…
―¡¿Además qué?!
No quería decirlo, pero estaba perdiendo a Joan…
―Mañana podemos volver…
Lo dije. Señor, llévame pronto.
―Sí, es verdad, lo siento… pues mañana volvemos.
―¡Fenomenal, amor! ―Y al salir de la cocina me tropecé con el gato― ¡Coño, Tomás, siempre en el medio, un día de estos te doy en adopción! ―El felino me miró desafiante con su cara de “aprende a gestionar tus emociones, humana, y yo que tú esta noche dormiría con los ojos abiertos…”.
Al día siguiente nos levantamos temprano, preparamos café en casa, Joan dijo que dejaría de fumar para el 2018 y que mi propósito de año nuevo sería morirme de un ictus cerebral. En poco más de 35 minutos nos habíamos preparado y ya estábamos saliendo de casa con la lista de la compra en el bolsillo del pantalón de Joan.
―Pero antes un café, ¿no? ―dije nada más pisar la calle.
―Vale, pero rapidito.
Bueno, a ver, quien dice rapidito, dice hablemos de lo poco que nos gusta enfadarnos, de lo divertido que fue ayer echar a correr en el supermercado sin rumbo fijo, de qué idiota eres, del pedazo equipo que hacemos, de no, no te estoy manipulando, de vale, hoy no me pido caldo pero un chocolate con churros sí que me entraría, de a mí también, de venga que nos da tiempo, de llegar al Chocolat del Barrio de las Letras y pedir dos chocolates, de regalarnos un chupito de Bayleis los camareros por ser Navidad, de qué barrio tan majo, de mudémonos aquí, de sí, claro, cuando nos toque la lotería con ese décimo que nunca quieres comprar, de pasemos por el Rastro un momentito para echar un ojo, de vale pero rapidito.
Y quien dice rapidito, dice que a las 15:45 estábamos mirando incrédulos la puerta cerrada del supermercado.
No dijimos nada de camino a casa. Al llegar, Joan se desplomó en el sofá. Tomás se subió sobre él y le lamió la frente, luego me miró desafiante con su cara de “él es bueno y tú no”.
Ya entrada la tarde intenté animar a Joan con un par de juegos de mesa y explicándole el menú de canapés minimalistas que se me había ocurrido, no coló pero cuando le llamó su familia les explicó a cada uno de ellos, con cierta fanfarronería, que este año íbamos a cenar al más puro estilo DiverXo, que ya les mandaría fotos. Parecía otro después de haber hablado con sus padres y la loca de su hermana.
A las 22:00 nos sentamos a cenar, y sin más lancé el móvil al sofá.
―Total, nadie me va a llamar.
Joan me miró con cierta preocupación.
―Tranquilo ―dije―, mi hermano me ha mandado un WhatsApp esta tarde deseándome una feliz noche.
―¿Cenaba con tu padre?
―Sí, cenaban los 5 juntos.
―¿Los 5?
―Sí, mi padre, mi hermano, su mujer y los dos bogavantes de tonelada y media cada uno.
Joan se rio a carcajadas y cogiendo el bote de mayonesa que estaba a un lado de la mesa, exclamó:
―¡No seas envidiosilla que tú estas navidades tienes el extra grande!
Me reí, lo agarré de las barbas y lo besé escondiendo, como siempre, mi amor infinito.

19 nov 2017

Grito desde el suelo

Final de Javier Avi

Al doblar la esquina me tropecé con un enorme cincuentón trajeado que me apartó de un empujón y farfulló algo que me supo a todo menos a delicadeza. Me recoloqué el bolso además de la columna vertebral y continué mi camino no sin evitar pensar en el hombre del subsuelo de Dostoyevski, ¿qué sentido tenía? Hacía unos meses que yo había cumplido los 40 y qué sentido tenía. La vida ya era más que suficiente, ya había sido más que suficiente. Aquel personaje apartado del mundo y recluido en su cuartucho del sótano se lo preguntaba también: “vivir más de 40 años es una desgracia, es algo inmoral y vil. ¿Quién vive después de cumplir los 40 años?, los imbéciles y los cretinos”.
—Los imbéciles y los cretinos…, los imbéciles y los cretinos… —Me paré en seco. Deshice mis pasos y desdoblé la esquina—. ¡Cretino!
El hombre ni se dio la vuelta.
—Imbécil… —dije esta vez mucho más bajito, aunque sin saber muy bien si se lo llamaba a él o a mí misma.


14 sept 2017

¿Hay vida después de los 40?

On the Road de Javier Avi

—Por favor, no se paren, ¡sigan corriendo, sigan corriendo!
Lo decía un hombre que estaba en la parte interior de la pista de atletismo, en el césped, anotando no sé qué cosas en su pequeño cuadernillo verde mientas veía a los corredores desfilar. Sería de mediana edad, bajito y vestía pantalones cortos rojos con camiseta a juego. Del cuello le colgaba un silbato verde, igual que el cuadernillo. Como él, serían unos 300 hombres los que custodiaban los 400 metros de pista.
—Disculpe —dije acercándome a él. Disminuí mi marcha hasta pararme y recobré, un poquito, el aire.
—¡Que no se pare, no se pare! —Se llevó el silbato a la boca y me pitó sin compasión en pleno oído izquierdo.
—No, es que no lo entiende… —Comencé diciendo al tiempo que me llevaba la mano a mi oreja, estaba convencida de que sangraba.
—La que no lo entiende es usted, queda terminantemente prohibida la suspensión voluntaria de la marcha. Puede provocar atropellos, embotellamientos y accidentes de consecuencias incalculables al resto de los participantes.
—Lo sé, lo sé, y lo entiendo, por eso que no quiero pararme, lo que quiero es salir.
—¿Salir? —preguntó levantando enérgicamente la cabeza de su cuadernillo verde y mirándome como si quien se lo acabara de preguntar fuera un pingüino en bikini haciendo twerking.
—Sí, me gustaría abandonar, así que si es tan amable de indicarme la salida, prometo no darle más problemas.
—¿Abandonar la carrera?
—Sí.
El hombre agitado miró al resto de los participantes que, muchos de ellos con tremendo esfuerzo, seguían dando vueltas sin descanso y después me miró a mí o al pingüino perreando, y nervioso comenzó a pasar las hojas de su cuadernillo verde.
—Abandonar la carrera… pero, pero, ¿por qué?
—Bueno, llevo 40 años dando vueltas a esta pista y sinceramente no le veo demasiado sentido, no sé si me entiende.
—¿Sentido? —Empezó de nuevo a pasar las hojas como si no hubiera un mañana—. ¿Sentido a qué?
—Bien, veo que nos vamos entendiendo. Efectivamente, el sentido a qué, es el sinsentido que carece de sentido. Las vueltas. Estas vueltas. Siempre lo mismo, ya está, ya he corrido, ya he cumplido, ya me voy, así que ¿la salida, por favor?
El hombre sacó del bolsillo de su pantalón una pequeña radio, se dio la vuelta con cierta pose marcial, y empezó a vociferar por ella.
—Unidad 203 informa que en el metro 147 de la calle interior se está produciendo un código verde, repito a todas las unidades ¡código verde, código verde!
Cuando se dio la vuelta, lo miré sonriendo aunque no sabía si era la actitud apropiada.
—Diríjase a la Unidad 298 y siga sus instrucciones.
—Oh, muchísimas gracias. La unidad 298, 298 es… —dije mientras buscaba al nuevo hombre vestido de rojo a lo largo de la pista.
—Lo encontrara a casi 100 metros de aquí. Y ahora tenga cuidado al incorporarse de nuevo a la calle y ¡corra, vamos, corra!
—Sí, señor —Y me puse a correr de nuevo, como lo había hecho en los últimos 40 años.
—Por favor, no se paren, ¡sigan corriendo, sigan corriendo!
—¡Ey, Elvira! ¡Elvira!
Miré hacia mi derecha, y vi a Marcos, el marido de mi amiga Silvia, corriendo con una de sus hijas a los hombros y la otra en brazos, y empujando un amasijo hipotecario de 380 mil euros, que le impedía dar grandes zancadas.
—¿Qué tal?, ¿cómo lo llevas? —me preguntó.
—Bien, bien, bueno, aquí.
—Sí todos seguimos por aquí. Silvia viene 5 vueltas más atrás, hoy era su día libre y ha bajado la marcha, pero mañana me toca a mí.
—Qué bien, ¿no? —Sí, no sonó nada convincente.
—Me alegro de haberte visto, Elvira, pero yo me adelanto, que como pare un poquito el ritmo me planteo abandonar y no puedo darme ese lujo.
—Claro, claro…
Y lo vi alejarse encadenado no solo a su familia y a su hipoteca, sino a la vida misma. Estuve a punto de pararme para coger un poquito más de aire, me estaba ahogando, pero en ese momento vi a la Unidad 298 y aceleré hasta llegar a él.
—¡Hola! —exclamé con ese entusiasmo sobrado de los niños cuando conocen, en persona, a los personajes de dibujos animados en un parque de atracciones.
—Es usted el código verde de la Unidad 203, ¿verdad?
—No estoy muy segura, de siempre me llaman Elvira.
—Por favor, no se paren, ¡sigan corriendo, sigan corriendo! —Hizo una pausa, miró su cuadernillo, que el suyo era amarillo, y me preguntó sin levantar la vista—: ¿Cuál es el número de su dorsal?
Me miré el pecho y comencé a cantar los 68 dígitos. Después rebuscó en su cuadernillo, el amarillo.
—Aquí está, Elvira Rebollo, 40 años. Un total de 289.762 billones de vueltas.
—Sí, bueno, todas no las he contado, pero calculaba que por ahí.
—Lamentablemente no le podemos señalar la salida. Su corazón sigue en perfecto estado, por lo que todavía le quedan…
—¡No me lo diga!, ¡ni se le ocurra decirme las vueltas que me faltan para salir!, no tenga tan poca sensibilidad…
—¡Elvira!, qué raro, siempre que miro a mi izquierda te veo en la calle más corta y pidiendo sopitas, mujer, si no puedes más, dime, sabes que te puedo ayudar, ¿cuándo no lo he hecho?
Nunca. Nunca lo había hecho. Violeta Pérez era compañera de trabajo, la mujer de las dos caras.
—Gracias, Violeta, estoy bien, es solo un trámite.
—Ay, petardita mía, pídeme ayuda siempre, con lo que yo te quiero. Y tranquila, no diré nada a los jefes, ya sabes que esto de pararse no les gusta nada. ¡Anda, qué casualidad!, ¿te lo puedes creer?, hablando de jefes, en la calle 4 va Rafael. ¡Rafael, Rafael!, ¡espérame que te tengo que comentar algo de las clases de los miércoles!, ¡espérame, Rafael, que he tenido que bajar el ritmo para ayudar a Elvirilla que la pobre se ha tenido que volver a parar!
Miré al hombre del cuadernillo amarillo.
—Dígame que ahora lo entiende, que no me puede dejar seguir corriendo en esta pista, con esta gente.
—No, lo siento. Con cuidado incorpórese a la calle del interior y corra.
—¡No, no, no! —Completamente fuera de mí lo agarré por la camiseta y lo increpé con violencia—. ¡Escúcheme, joder, escúcheme! ¿Dónde está la salida? ¡¿Dónde coño está?! Se lo suplico… Dígamelo… No me ve que estoy agotada… estoy agotada, no puedo más… ¿Seguir corriendo para qué?, ¿para qué…?, déjeme salir…
—¡Código naranja, código naranja!
Las luces del estadio se apagaron y en su defecto se encendieron unos focos anaranjados de gran potencia que iluminaron toda la pista. Empezaron a sonar unas estruendosas sirenas y del suelo, exactamente de la línea que divide la calle interior con el césped y la calle exterior con las gradas, salió un cristal a modo de muro, dejando a todas las Unidades con sus cuadernillos al otra lado del cristal y a los corredores, encerrados y aislados, dentro de la pista. Aporreé el cristal hasta agotarme.
—Por favor, no se paren, ¡sigan corriendo, sigan corriendo!
—Solo necesito parar y descansar…
—Por favor, no se paren, ¡sigan corriendo, sigan corriendo!
—Necesito descansar…
—Tengan cuidado al incorporarse a la calle correspondiente, pueden provocar atropellos, embotellamientos y accidentes de consecuencias incalculables al resto de los participantes.
Con enorme torpeza empecé a caminar, tomé aire tres veces seguidas y seguí caminando pero no pude esquivar al participante que venía justo detrás de mí y que se me llevó por delante. Los dos caímos al suelo, rodamos. Arrastré mi cara lo menos un metro por la pista, me levanté la piel, él no parecía haber salido mejor parado. Lo vi a mi lado agarrándose con dolor primero la rodilla izquierda, y luego el hombro derecho. Le vi la cara.
—¿Joan?, Joan, amor…
—Elvira —me abrazó—, llevo más de 30 vueltas buscándote, ¿dónde estabas?
—Estaba cansada y he parado un ratito pero, mira, te he hecho caer a ti también, lo siento.
—Cuando se corre en equipo ya se sabe —y me miró buscando mi sonrisa, se la regalé, por supuesto—. ¡Esa es mi nena! Venga, pues vamos a la calle exterior que hay menos gente.
—No, no, no, no, por favor, que es más larga y tardamos demasiado en dar una vuelta. Sigamos en esta, en la de dentro, en la cortita.
—¿Tienes prisa por algo? ¡Que más dará! Nena, los dos sabemos que no vamos a ninguna parte.
Pude saborear cierta comprensión en aquellas palabras, ¡por fin!
—¡Por eso, Joan! ¡Busquemos la salida! ¡Abandonemos!
—Yo no quiero abandonar, nena, ya lo sabes.
—Pero ¿por qué?, acabas de decir que… pero… ¡Si solo son vueltas!
—Porque si terminamos la carrera completa y sin trampas, al final te regalan un bocadillo de lomo y un Aquarius, y ya sabes lo mucho que me gusta el Aquarius.
—¿Tu vida por un Aquarius?, ¿de verdad?, ¿lo estás diciendo en serio? —pregunté con una espantosa desolación.
—No, mi vida por dos Aquarius.
Los focos anaranjados se apagaron y encendieron de nuevo las luces naturales, al tiempo que el muro de cristal descendía. Joan y yo, con cuidado, alcanzamos la calle exterior y juntos, allí, acordamos un ritmo de carrera acompasado y sosegado.
—Por favor, no se paren, ¡sigan corriendo, sigan corriendo!