28 jul 2012

La Teoria del Caos Relativo



Con los años te vas dando cuenta de que lo que la gente te atribuía como un gran defecto, para ti se ha convertido en tu maravillosa forma de vida. Hablo del desorden, del caos. Soy desordenada, no por naturaleza, creo que me he ido haciendo así a medida que mi aburrimiento vital iba alcanzando un nuevo máximo. En mi casa nada está dónde se supone que debería de estar, tampoco en mi vida.
En el aeropuerto Internacional de Charlotte, se oye pronunciar mi nombre por megafonía. Levanto la vista de mi móvil y miro al hombre de la mesa de al lado que pega, indiferente, un trago a su café. Mi nombre se vuelve a escuchar por segunda vez. Sí, es el mío, garrafalmente pronunciado pero es el mío, es el mío, es el mío. ¡Coño!, digo en voz alta, cuando por cuarta vez me he repetido que era el mío. Soy de las que procesan con lentitud. Corro hasta la puerta de embarque y, cuando entro en el avión, más de un centenar de pasajeros me reciben entre aplausos. Saludo con la mano en alto y ellos se ríen. Momentos como aquellos son los que te hacen adorar a los americanos. ¿Apurando hasta el último momento?, me pregunta mi compañera de asiento. Sonrío y le digo que sí, lo que no sabe es que ha sido todo culpa del caos que llevo cosido a mis talones.
Nunca he tenido un trabajo fijo, tampoco he visto claro que la ciudad en la que esté viviendo sea la misma en la que vaya a vivir dentro de un año, o no piense que el hombre, que hoy duerme en mi cama, tenga todas las papeletas para que, dentro de un par de meses, lo haga en la suya.
De esto no eres del todo consciente hasta que tu amiga  de la infancia, que tiene una vida antagónica a la tuya, te llama para proponerte algo que le llena de ilusión pero a ti, sinceramente, ni te va ni te viene.
―¿Celebrar los 30 años de amistad? ―pregunto incrédula sujetando el móvil con el hombro porque me estoy pelando un plátano.
―¡Siiiiiiií! ¿No es genial? Nos vamos las 7 amigas de toda la vida, ¡30 años de amistad! Te digo fechas: del 13 al 17 de agosto. Hemos alquilado una casita en el sur de Francia, sale a 200 euros por cabeza, pero la casa es ideal, con piscina y todo, ¡imagínate!
Y sí, me lo empiezo a imaginar: 200 de la casa, más 100 de comida, más 100 de bebida…
―Y tenemos que hacernos regalo de la amiga invisible, pero no más de 50 euros, ¿vale?
Más 50 del regalo de la amiga invisible…
―¡Me muero de ganas, Elvi! ¿Tú no?
Me meto el plátano en la boca y me pregunto si yo realmente soy de Bilbao. Porque el orden y la simetría con la que vive la gente de Bilbao es cuanto menos de asustar. Nacen; van al cole; veranean en un pueblo a 20 kilómetros de Bilbao; van a la universidad; se enamoran de alguien de la universidad, o de la cuadrilla del pueblo, o de la cuadrilla de tu hermano o hermana, o del amigo de la cuadrilla de verano del de tu cuadrilla de invierno; trabajan; se compran una casa; se casan; tienen hijos que van al mismo cole al que iban ellos cuando eran pequeños; y veranean en el mismo pueblo a 20 kilómetros de Bilbao. Los admiro porque viven perpetuos en el día de la Marmota y eso los hace inmensamente felices. En cambio yo, que vivo en el más absoluto caos, me lamento cada martes a mi psicoanalista de odiar la cotidianidad, porque sé que con poco que me gustara, viviría algo más contenta o por lo menos más tranquila.
Me trago el plátano y le digo que me da mucha pena, pero que este verano no cuento con vacaciones. Me callo decirle que aunque tuviera, ese presupuesto se me escapaba de las manos, absurdo comentárselo porque ella no lo entendería. Dejo el móvil sobre la mesa de la cocina y tiro la cáscara de plátano a la basura y, mientras lo hago, veo el fondo de toda aquella mierda, y pienso si no estaré dirigiendo mal mi vida. Retiro el pie del pedal y la tapa de la basura se cierra. Es martes, son las 6 de la tarde y voy a ver a mi psicoanalista.
Le digo que me odio, que cada vez me entiendo menos, que se me hace difícil buscar motivación en mi vida. Me dice que si necesito otro kleenex, lo puedo coger. Le digo que no tiene sentido seguir luchando, que he decidido abandonar. Me dice que es la hora y que recuerde que en julio se va de vacaciones, que me llamará en agosto.
Salgo de su consulta desechando la idea del suicidio. Lo haré en otro momento, cuando mi psicoanalista esté más receptivo, porque hacerlo así, sin que nadie te jalee, sería como llegar tarde a un avión, pero no de American Airlines sino de Lufthansa, y que ninguno de sus pasajeros alemanes te aplaudiera al entrar. El error no tendría gracia.
Entro en el supermercado. La desidia se traga mejor con algo rico que lo acompañe. Estoy pesando tres tomates metidos en una bolsa de plástico, cuando una voz a mi izquierda hace darme la vuelta. Es un chico treintañero, pelo corto y barba, pendiente en la izquierda y pulsera de cuero, lleva una camiseta negra de Motörhead, pantalones estrechos vaqueros y unas Converse negras también. Está cantando a un volumen bastante alto. Me quedo mirándolo. Se gira, me ve y se quita los auriculares de su mp3.
―Es Tesla, ¿te gustan? ―me pregunta.
―No sé, no los conozco ―respondo, y pego la pegatina del precio de los tomates a la bolsa de plástico.
―Seguro que te gustan, toma ―dice ofreciéndome uno de sus auriculares. Lo rechazo con la mano. Meto los tomates en el carrito y me marcho.
Esperando en la cola para pagar, oigo gritar a alguien detrás. Es el chico de Motörhead que, con la mano en alto, no deja de saludarme.
―¡Ey, guapa! ―Atónita veo cómo se salta la cola de las 7 personas que están detrás de mí. Se coloca a mi lado y espontáneamente me da un beso en la mejilla―. ¡Tontaca, que no te veía! Es que venimos juntos ―explica a la señora de atrás que lo mira con desconfianza.
No digo nada, miro al frente y flipo en silencio. A la hora de pagar dejo que pase delante, me lo quiero quitar de encima. Cuando termina, y lo veo salir del súper, me tranquilizo. Pero cuando salgo, me doy cuenta de que me está esperando fuera fumándose un cigarro.
―¡Ey, tontaca, aquí! ―dice llamando mi atención. Suspiro y voy hasta él. Déjame en paz, le digo―. Oye, tía, que voy de buen rollo y sólo quiero invitarte a una caña, qué menos después de haberme colado, ¿no?
―¡Te has colado tú solito!
―Se te pone una cara todo extraña cuando te enfadas. A ver si con unas cañas se te vuelve a estirar, ¡venga, vamos!
Me hace gracia, aunque me aguanto la sonrisa. Lo acompaño y nos sentamos en una terracita cerca del supermercado. Coge mis bolsas y las coloca en una silla vacía. Con las cervezas ya en la mesa, se enciende otro cigarro y me cuenta que se llama Joan, que es de Barcelona, pero que está en Madrid porque uno de sus mejores amigos se acaba de separar y anda todo chungo. Tiene una granja de caracoles que lleva con la ayuda de su hermano, pero a él lo que realmente le gusta es dibujar, dice que le encantaría ilustrar libros infantiles. Es pura simpatía, desborda energía, me hace reír a cada rato, me gusta.
―Me gustas ―dice.
―¿Ya se me ha estirado la cara? ―se ríe.
―Invítame a tu casa ―Niego con la cabeza, arrugando otra vez el ceño―. Que no, tontaca, no lo digo para pasar la noche, no voy por ahí.
―¿Y por dónde se supone que vas?
―Mañana mi amigo se marcha a Santa Pola y yo vuelvo a Barcelona, si me invitas, me quedo.
Nuevamente el caos toca a mi puerta.
―¿Roncas?
―No ―contesta.
Así que decido abrirla.
Ocho días más tarde lo miro durmiendo en mi cama. Abre los ojos:
―Hola, tontaca…
―Hola, tontaco…
Y algo me dice que este hombre tiene todas las papeletas para que, después de dos meses, siga durmiendo en mi cama, porque ha hecho darme cuenta de lo mucho que amo el caos en mi vida.